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Tras cruzar la frontera de EE.UU, un niño hondureño retenido en un refugio pregunta a su madre: “¿Por qué sigo aquí?”

A young Honduran asylum seeking mother is reunited with her 5-year-old son
Luz se reúne con su hijo de 5 años, Joshua, en el aeropuerto internacional de El Paso, Texas, después de haber estado separados durante casi un mes.
(J.R. Hernandez / For The Times)

El niño de 5 años es uno de los miles de niños y adolescentes que han llegado a la frontera sur de Estados Unidos sin padre o tutor legal desde enero.

La semana pasada, cuando Luz habló con su hijo de 5 años, Joshua, por teléfono, no sonaba como el mismo niño elocuente que esconde sus emociones para no preocupar a su madre.

En su lugar, Joshua respondió lentamente a las preguntas de Luz. Parecía distante. No pudo evitar expresar sus sentimientos.

“Mamá, ¿cuándo piensas sacarme de este lugar? ¿Por qué sigo aquí?”, le preguntó en español. “Cada día aquí es más largo”.

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En ese momento, tras haber sobrevivido a dos huracanes y atravesar gran parte de Norteamérica, Joshua llevaba casi un mes retenido por las autoridades federales estadounidenses en un refugio de Texas y posteriormente en Nueva York, separado de sus familiares y bajo el cuidado del gobierno de Estados Unidos. Luz, que había cruzado a EE.UU meses antes, esperaba ansiosamente a su hijo en un apartamento de Nuevo México que le había cedido un patrocinador estadounidense.

Joshua, cuyo nombre ha sido cambiado para proteger su identidad, es uno de los miles de niños y adolescentes que han llegado a la frontera sur de Estados Unidos sin padre o tutor legal desde enero. Es uno de los más de 11.000 menores alojados por la Oficina de Reasentamiento de Refugiados, u ORR, una oficina dentro del Departamento de Salud y Servicios Humanos, a la que el Congreso ha encargado el cuidado y la colocación de los menores migrantes no acompañados.

Aunque los analistas han calificado el repentino aumento del número de niños inmigrantes no acompañados como similar a las rápidas oleadas anteriores en los años fiscales 2014 y 2019, las cifras van camino de superar un máximo histórico establecido durante la presidencia de Trump, un período de fuertes restricciones migratorias. El incremento en las llegadas de niños inmigrantes supone un reto logístico, moral y político para la incipiente administración del presidente Biden.

Estados Unidos lleva generaciones entrometiéndose en los asuntos de Centroamérica. Ahora, se enfrenta a una crisis de niños migrantes en su frontera sur.

Alojados en centros de detención y refugio lejos de sus familias, estos niños se enfrentan a graves traumas y, según las pruebas, probablemente sufrirán impactos agudos, sostenidos e incluso permanentes en sus mentes y cuerpos.

La administración se esfuerza por acoger y cuidar de forma segura a los menores antes de entregarlos a sus padres, a otros familiares o a patrocinadores autorizados en Estados Unidos, una tarea que se ha complicado por el distanciamiento social y las normas de capacidad de acogida debido a la pandemia del COVID-19.

Este mes, el gobierno de Biden ordenó a la Agencia Federal de Gestión de Emergencias que apoyara a los funcionarios fronterizos en la gestión de las llegadas de menores a la frontera. Además, los funcionarios se apresuran a abrir varias instalaciones temporales para recibirlos, la mayoría en Texas.

El miércoles, Biden pidió a la vicepresidenta Kamala Harris que lidere los esfuerzos de la administración para manejar el aumento de migrantes en la frontera entre Estados Unidos y México, encargándole que dirija las relaciones diplomáticas para fomentar una mayor cooperación con los países centroamericanos de El Salvador, Guatemala y Honduras, donde muchos niños migrantes comienzan su camino hacia el norte.

El viaje de Joshua comenzó con su madre, Luz, en un barrio obrero de San Pedro Sula, la segunda ciudad más grande de Honduras, que tiene una de las tasas de homicidio más altas del mundo. Luz pidió que no se hiciera pública su identidad completa ni la de Joshua debido a las amenazas de las pandillas contra su vida.

Cuando Luz, a los 15 años, salió del ‘closet’ como lesbiana, los miembros de las bandas comenzaron a acosarla en la escuela. La violaron en varias ocasiones y, como consecuencia, quedó embarazada de Joshua. Durante años, se trasladó a diferentes barrios de la ciudad para escapar de los pandilleros. Pero siempre parecían encontrarla.

La última vez que la encontraron fue el verano pasado. Los miembros de la pandilla volvieron a violarla y le dijeron que “acabaría en el fondo de una zanja con la única compañía de las moscas” si no aceptaba convertirse en “mula” y transportar drogas para ellos. Reveló que la violación dio lugar a otro embarazo.

Desesperada, dijo a su familia que tenía que abandonar el país. Su madre, su padre y su hermano aceptaron, pero le rogaron que dejara a Joshua con ellos.

“Fue la decisión más difícil”, dijo. “Pero no quería que se convirtiera en un huérfano más porque su madre había decidido quedarse y fuera asesinada por los pandilleros”.

Se fue en otoño y mientras viajaba hacia México, trabajó y ganó el dinero suficiente para financiar su viaje. Pensó en quedarse en México, pero no logró ganar lo suficiente como para establecerse. También descubrió que México era tan peligroso como Honduras, especialmente para los inmigrantes, reconocibles por su acento, lo que los convertía en presa fácil para los cárteles y las bandas.

En su azaroso viaje, se enteró de la existencia de una mujer de Nuevo México llamada Jan Thompson que patrocina a los solicitantes de asilo y les ayuda a instalarse en una nueva vida en Estados Unidos.

Luz holds her infant daughter while living in Las Cruces, N.M.
Luz sostiene a su hija pequeña mientras vive en un estudio en Las Cruces, N.M.
(J.R. Hernandez / For The Times)

En noviembre, Luz se entregó a los agentes fronterizos en la ciudad mexicana de Reynosa y pidió asilo. Les dio el nombre y el número de Thompson, diciéndoles que la apadrinaría. Los funcionarios confirmaron la información y dejaron ir a Luz mientras luchaba por su caso de asilo en los tribunales. Thompson paga un estudio en Las Cruces para Luz y su hija pequeña, hermanastra de Josué.

“Echaba de menos a Joshua, pero sabía que estaba en buenas manos con mi hermano y mis padres”, dijo. “Pero entonces llegaron los huracanes”.

En noviembre, la casa de adobe en la que Joshua vivía con su familia quedó destrozada tras el paso de dos huracanes de categoría 4 por la región. Un tío, el principal proveedor de la familia, había perdido su trabajo como consecuencia de la pandemia.

Días después de que se cayera la casa, el tío de Joshua llamó a Luz a Nuevo México, diciéndole que planeaba viajar a Estados Unidos para poder ganar dinero y ayudar a reconstruir el hogar familiar.

“Pienso llevarme al niño conmigo. Te echa de menos”, le dijo su hermano.

Luz, de 22 años, estaba preocupada por las dificultades del viaje y por las difíciles condiciones de los niños que había presenciado en la frontera. Pero estaba ansiosa por volver a ver y abrazar a su hijo.

Su hermano fue un padre para Joshua, ya que la ayudó a cuidarlo desde su nacimiento.

“Él lo protegerá”, pensó para sí misma.

El 18 de febrero, Joshua y su tío cruzaron la frontera cerca de Reynosa, México, frente a McAllen, Texas. Se entregaron a los agentes fronterizos, que los separaron.

Según las políticas de inmigración de Estados Unidos, los menores que viajan con alguien que no sea su padre o tutor legal son separados inmediatamente del adulto con el que viajan. El niño es entonces catalogado como menor no acompañado y pasa a estar bajo la tutela del gobierno federal.

La investigación de la EPA descubrió que el personal y los detenidos recibieron instrucciones de aplicar HDQ Neutral, un plaguicida, en el interior de las instalaciones con una frecuencia de hasta 30 minutos, sin la ventilación adecuada y con una tasa de dilución que es el doble de la concentración permitida para el uso de desinfectantes.

Los funcionarios de inmigración expulsaron al tío a Honduras. El 21 de febrero, Joshua llegó al Sunny Glen Children’s Home New Day Resiliency Center de Raymondville, Texas. Cuando Luz recibió la noticia, su corazón dio un vuelco. Había dado a luz a su hija días antes. Ahora tenía que recuperar a su hijo.

Desde el principio, Luz dijo que había cumplido con todo lo que le pidió el asistente social del centro de acogida de Texas. Le envió sus datos de identificación y el certificado de nacimiento del niño. Cuando el centro de acogida le pidió sus huellas dactilares y las de su padrino, ambas las presentaron, aunque no es obligatorio según las directrices de la ORR.

Unas semanas más tarde, Joshua fue trasladado a los Centros Cayuga de la ciudad de Nueva York. Luz relató que el asistente social le dijo que habían trasladado al pequeño a Nueva York para hacer espacio para más niños en el refugio de Texas. Cuando llegó, la nueva asistente social llamó a Luz para pedirle el certificado de nacimiento de su hijo, su documento de identidad y otros datos que ya había dado a la asistente social en Texas.

“No llora cuando hablamos por teléfono”, dijo Luz este mes. “Pero puedo decir que ha estado llorando. Sus mejillas y su naricita están enrojecidas”.

Un portavoz de la Administración federal para Niños y Familias no quiso comentar el caso de Joshua debido a la política de la agencia sobre la privacidad y la seguridad de los menores no acompañados.

Algunos republicanos se han apresurado a hacer críticas por el creciente número de jóvenes migrantes, afirmando sin pruebas que muchos son víctimas del tráfico de personas.

Ninguna estadística del gobierno hace un seguimiento de los niños traficados a través de la frontera por “coyotes”.

En 2015, la ORR impuso requisitos adicionales a los padres u otros patrocinadores, después de que un informe revelara que funcionarios federales habían entregado adolescentes inmigrantes a traficantes que los hacían trabajar en una granja de huevos de Ohio en condiciones similares a la esclavitud.

Estos requisitos adicionales a los padres u otros patrocinadores han aumentado el tiempo que los niños están bajo custodia federal y podrían incluso desanimar a los padres u otros patrocinadores a presentarse o tener éxito en el proceso.

El caso de Joshua es inusual, en el sentido de que forma parte de una cohorte relativamente pequeña de niños pequeños bajo custodia de la ORR. En el año fiscal 2020, los niños menores de 12 años constituían alrededor del 16% de los menores no acompañados, según datos del gobierno. La mayoría eran adolescentes.

Pero la estancia de 32 días de Joshua en el refugio parece ser la norma. Las autoridades dicen que los niños permanecen una media de 37 días en las instalaciones patrocinadas por Salud y Servicios Humanos. El promedio más alto fue de entre 60 y 90 días durante la presidencia de Trump.

En dos ocasiones, los funcionarios del refugio en Nueva York se comprometieron a devolver a su hijo a Luz, aunque después incumplieron sus promesas. En ese momento, la doctora Amy Cohen, psiquiatra infantil y directora ejecutiva de Every Last One -una organización sin ánimo de lucro con sede en Los Ángeles que trabaja para reunir a las familias migrantes separadas- reclutó a un abogado de inmigración para que escribiera una carta a la ORR. Los funcionarios del refugio se comprometieron a colocar a Joshua en un avión con destino al aeropuerto internacional de El Paso al día siguiente.

Reunidos el miércoles, Luz y Joshua se abrazaron.

“La pesadilla ha terminado”, le dijo Luz.

Luz  and her son, Joshua, leaves airport.
Luz y su hijo Joshua salen del Aeropuerto Internacional de El Paso después de haberse reunido el miércoles.
(J.R. Hernandez / For The Times)

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