OPINIÓN: Policías, masacres y cambios sociales
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La sociedad americana se encuentra en un momento decisivo.
La sentencia de condena al ex policía Derek Chauvin por el asesinato de George Floyd en Minnesota, en Estados Unidos, puede ser vista como el final de un cuento, o el comienzo de un nuevo relato. O también como la intersección de corrientes sociales cruzadas que resultarán en un vórtice que puede subir, o bajar, según las decisiones políticas que se adoptarán en el futuro no tan lejano.
Para entender mejor como están las cosas en Estados Unidos, vuelvo en el tiempo hacia una mañana soleada del pasado, cuando me encontraba por trabajo, junto a un colega, en un hotel en los suburbios de Atlanta (Georgia). Habíamos ya terminado de desayunar, y nos preparábamos para una reunión en un banco en el centro de la ciudad, más tarde esa mañana. Obviamente, era una reunión presencial: en esos años el zoom era una técnica fotográfica.
En el café del hotel alguien había dejado prendida la televisión, y se escuchaba el noticiero, pero nosotros no le hacíamos caso. Hasta que vi la primera de las torres gemelas explotar en llamas en Nueva York. Era el 11 de septiembre de 2001 y recuerdo que tardé varios días en regresar a Virginia: había viajado a Atlanta en avión, y no había vuelos de regreso, ni tampoco autos de alquiler disponibles.
Como tantos otros residentes norteamericanos, comencé en esos días a desarrollar sentimientos muy fuertes hacia dos grupos diferentes de personas: admiración por los policías, los bomberos, y el personal de rescate médico; y un odio profundo hacia los terroristas extranjeros que habían asesinado a más de 3.000 civiles inocentes.
En mi opinión, las consecuencias prácticas (particularmente para los que habíamos ya inmigrado a Estados Unidos, o aquellos que estaban por hacerlo) de esta nueva visión de la realidad por parte de los norteamericanos fueron dos.
Por un lado, mientras en el último cuarto de siglo XX estaba bastante de moda criticar a la policía (la gente joven a menudo se refería a ellos como “cerdos”), y a las fuerzas armadas (sobre todo después del final de la guerra de Vietnam), los principios del siglo XXI vieron nacer en EE.UU una adulación de la policía y las fuerzas armadas que no se notaba desde hacía décadas. Policías y soldados comenzaron a ser celebrados como héroes: se volvía impensable indagar sobre su comportamiento. Hacerlo era considerado una verdadera traición y una actitud inaceptable para los “patriotas”.
Por otra parte, fue casi una decepción cuando los anticipados ejércitos de musulmanes con los cuchillos en los dientes que se preveía iban a desembarcar en las playas de California o Nueva Jersey no se materializaron. Hubo que encontrar urgentemente un nuevo enemigo para mantener vivo el sentimiento de patriotismo que le venía tan bien a muchos políticos de extrema derecha. Y fue así que para la sociedad blanca norteamericana los Latinos, los inmigrantes, los negros, los homosexuales… en fin, todos aquellos que no parecían “patriotas”, fueran objeto de abusos y violencias.
De la misma manera en que el nazismo alemán en los años 1930 propició una unidad nacional en nombre de una raza pura y superior, pero cuya superioridad se encontraba amenazada por los judíos (supuestos enemigos de la república), los elementos más reaccionarios del partido Republicano estadounidense endurecieron sus posiciones políticas, trazando una raya en la arena y diciendo “si no eres uno de los nuestros, eres uno de ellos, y aquí no te queremos”.
Y, justamente, para implementar esta política se valieron de las fuerzas armadas y de la policía. Enseguida después del 11 de septiembre, los B-52 americanos se hicieron presentes en los cielos de Afganistán y comenzaron a bombardear esa nación. No importaba que ninguno de los terroristas responsables por los atentados fuera afgano: 15 de los 19 eran saudíes, mientras los otros provenían de los Emiratos Árabes Unidos, Líbano y Egipto. Ese detalle no impidió el comienzo de la guerra más larga en la historia norteamericana: era necesario asignar un objetivo a nuestros “héroes”, y de todas formas “esos musulmanes son todos iguales”.
En el frente interno, la policía fue vista por los blancos de la clase medio-alta, residentes mayormente en los suburbios de las grandes ciudades, como los defensores de su estilo de vida. Para ellos era suficiente que la policía alejase a los “distintos” que circulaban por sus barrios, poniendo en práctica una política de segregación racial. Si estos forasteros se resistían a ser removidos, un arresto (aún injustificado) no venía mal. Y si alguno de ellos terminaba muerto… tanto mejor, así era más útil el escarmiento.
Pero esta actitud hacia las percibidas incursiones de los inmigrantes contra la seguridad de la clase blanca ha comenzado a cambiar por un par de razones.
La democracia en EE.UU, expresada en el concepto de “una persona = un voto”, funciona. Y recientemente estos cambios demográficos han comenzado a evidenciarse en las elecciones estadounidenses: basta citar el sorprendente resultado de las elecciones especiales de Georgia del 5 de enero, cuando dos senadores Republicanos blancos fueron vencidos electoralmente por un pastor negro y un documentalista judío.
Y también la tecnología ha contribuido, afortunadamente, a poner un freno a los abusos más severos: los celulares, Instagram, los videos de WhatsApp, y las “bodycam” que ahora los policías deben llevar, y mantener prendidas en todo momento, han hecho su aparición en el mundo de la información comunitaria, y han provisto a la justicia de las herramientas para resguardar los derechos de las personas e impedir que la violencia quedara impune.
Ante esta nueva realidad, y la amenaza de perder su estatus de élite, el ala más dura de la sociedad anglosajona protestante hace recurso a la violencia: alentados por Trump que los incita a defender su derecho a portar armas, algunos “lobos solitarios” se ponen enseguida manos a la obra, adquiriendo fácilmente (y legalmente), en muchas tiendas, armas poderosas con las cuales matar a “los otros”: esos que una mañana de verano tardío de hace 20 años atacaron a “su” América, y que, por como lo interpretan ellos, son aún hoy una amenaza, siempre más numerosos, y deben ser controlados cueste lo que cueste.
*Ricardo Preve es un documentalista argentino que vive en EE.UU desde 1976. @rickpreve en Instagram y Twitter.
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