Biden prometió cerrar un campamento de migrantes fronterizos, luego surgió otro peor
- Share via
REYNOSA, Mexico — Cuando Joe Biden se postulaba para la presidencia, prometió cerrar un sórdido campamento fronterizo de tiendas de campaña en México donde miles de inmigrantes se habían quedado esperando el resultado de sus casos de inmigración por parte de la administración Trump.
La primavera pasada, Biden vació el campo, lo que permitió que la mayoría de los inmigrantes solicitaran asilo e ingresaran a Estados Unidos, incluso mientras su administración continuaba aplicando la política de Trump contra la pandemia, que prohibía, efectivamente, el ingreso a EE.UU a la mayoría de los demás solicitantes de refugio.
Poco después de que el campamento de Matamoros fuera demolido en marzo pasado, se levantó uno nuevo a unas 55 millas al oeste a través del puente fronterizo hacia el bastión más peligroso del cártel del crimen del Golfo, en Reynosa.
Ahora que ese campamento y otro en Tijuana albergan a miles de solicitantes de asilo -muchos con cónyuges e hijos en EE.UU- se espera que aumenten en cantidad sobre todo después de que los tribunales federales restablecieron el llamado programa ‘Permanecer en México’ de Trump, la semana pasada, lo que dificulta aún más el asilo y la entrada a Estados Unidos legalmente.
“Todos pensamos que esto mejoraría cuando Biden obtuviera la presidencia”, dijo Brendon Tucker, quien trabaja en la clínica del campamento dirigida por la organización sin fines de lucro Global Response Management, con sede en Estados Unidos; también dirigía una clínica en el campamento de Matamoros.
En cambio, dijo, la prohibición, basada en la pandemia, de Biden acerca de las solicitudes de asilo, “está creando peores condiciones en México”.
Un vocero de la Casa Blanca se negó a comentar sobre los campamentos de inmigrantes y remitió las preguntas al Departamento de Seguridad Nacional.
Seguridad Nacional dijo en un comunicado que, “esta administración continuará trabajando en estrecha colaboración con sus socios de organizaciones internacionales, extranjeras e interinstitucionales para cumplir de buena fe con la orden del tribunal de distrito (sobre permanecer en México) mientras continuamos nuestra labor para construir un sistema de inmigración seguro, ordenado y humano que defienda nuestras leyes y valores”.
En Reynosa, donde vivían unos 2.000 inmigrantes la semana pasada, las condiciones son en muchos sentidos peores que en Matamoros, dijo Tucker. Hay menos agua potable, menor cantidad de baños, duchas y otros servicios de saneamiento que las organizaciones sin fines de lucro con sede en EE.UU pasaron meses instalando en Matamoros.
Los soldados mexicanos circulan en camiones con pistolas montadas en la parte superior.
Los inmigrantes enfrentan no solo la extorsión y el secuestro de los cárteles, sino también los brotes de COVID-19 y la presión de las autoridades mexicanas para que se vayan.
El caso es que cada vez es menor el número de voluntarios estadounidenses, incluidos abogados de inmigración, que están dispuestos a cruzar la frontera para ayudar debido a problemas de seguridad.
Pocos en el campamento comprenden sus derechos y las restricciones pandémicas de Estados Unidos, aunque dicen haber preguntado acerca de ambos - antes de ser expulsados- a los agentes de Aduanas y Protección Fronteriza de EE.UU.
“No nos dijeron nada, simplemente nos dejaron aquí”, dijo la inmigrante salvadoreña Emerita Alfaro Palacios, de 34 años, quien vive en el campamento con su hija Pamela de 17 años desde junio, con la esperanza de reunirse con su hermano en Houston.
Los inmigrantes llaman al campamento “Plaza Las Américas”, el nombre del parque donde funciona. Los primeros en llegar la primavera pasada se refugiaron dentro del mirador central.
Aquellos que los siguieron, levantaron tiendas de campaña afuera; su laberinto de lonas caídas y tendederos se expandía a diario. Atrás quedaron los mariachis que solían congregarse en el parque, a la sombra de un casino ruinoso que todavía atrae a multitudes los fines de semana.
La semana pasada, solo se veía el techo delgado de la glorieta, como el centro de una enorme carpa de circo remendada.
Los taxis y los vendedores seguían dando vueltas, vendiendo paletas de frutas, tacos, pupusas y otros platos que abastecen a los inmigrantes hambrientos, en su mayoría centroamericanos. Muchos dijeron que llegaron a la frontera con la esperanza de que Biden les permitiera solicitar asilo. Algunos habían visto informes sobre cómo ayudó a los del campamento de Matamoros.
Muchos residentes y funcionarios de Reynosa consideran que el campamento es una monstruosidad.
De pie en el techo de un edificio cercano con vista al campamento, la semana pasada, el trabajador de mantenimiento Héctor Hernández Garrido, de 33 años, dijo que era responsabilidad de Estados Unidos aceptar a los solicitantes de asilo.
Agregó que temía que el campamento estuviera contaminado por COVID-19 y otras enfermedades.
Hace dos semanas, las autoridades de Reynosa retiraron las hornillas de la cocina del campamento, aduciendo riesgos de seguridad.
Presionaron a los voluntarios estadounidenses para que dejen de acordonar una sección del campamento para los inmigrantes que dieron positivo por COVID-19 y amenazaron con cortar el suministro de agua y electricidad del campamento.
“Quieren que nos vayamos”, dijo Gina Maricela, una madre soltera hondureña y enfermera de la clínica GRM.
No está claro a dónde irían los inmigrantes. El mes pasado, los funcionarios de Reynosa también lanzaron una batalla legal para demoler el principal refugio para inmigrantes sin fines de lucro de la ciudad, que ya alberga a cientos, argumentando que se encuentra en una llanura aluvial.
Felicia Rangel-Samponaro, quien ha estado cruzando la frontera a diario para ayudar a los inmigrantes en el campamento de Reynosa a través de su escuela Sidewalk School - una organización sin fines de lucro-, dijo que alquilaron un hotel de 20 habitaciones a fin de poner en cuarentena a aquellos que dieron positivo para COVID.
Pueden construir un nuevo campamento, comentó, pero eso llevaría semanas y costaría decenas de miles de dólares.
“Es exactamente como Matamoros, pero con menos apoyo”, dijo Rangel-Samponaro. “Corta lo que quieras, eso no va a detener el campamento”.
Como en Matamoros y otras ciudades fronterizas en el estado lindero de Tamaulipas, no son los funcionarios de la ciudad o incluso los inmigrantes quienes finalmente controlan la plaza, es el cártel.
Los inmigrantes que entran o salen de la ciudad sin pagar a un contrabandista corren el riesgo de ser secuestrados y retenidos para pedir un rescate, también aquellos que abandonan el campamento, aunque sea por unas horas para ir de compras o buscar trabajo.
La inmigrante hondureña Lesly Pineda, una trabajadora de una fábrica, reveló que ella y su hijo Joan de 11 años fueron secuestrados con otros ocho inmigrantes en julio y liberados solo después de que ella pagó un rescate de $2.000 dólares.
Pineda de 33 años, que es madre soltera, llevó a su hijo a la frontera y lo envió al otro lado del Río Grande con un contrabandista. Permaneció en un refugio federal en Texas la semana pasada, según dijo. Dejó a sus dos hijos mayores, de 15 y 14 años, con su madre en Honduras.
Pineda relató que vendió su casa en Honduras para pagar su pasaje y no podía pagar la tarifa del autobús de regreso al sur de México, alrededor de $125, y mucho menos a Honduras.
Así que se escondió en la carpa azul que comparte con algunas otras mujeres inmigrantes en el campamento, y salió solamente para comprar comida a los vendedores en el perímetro del parque. Pineda todavía espera cruzar la frontera y reunirse con una amiga en Mississippi, pero no está segura de cuánto tiempo podrá quedarse en el campamento.
“Siempre hay extorsión”, dijo, “cobran por todo”.
Los voluntarios de la iglesia mexicana traen comidas donadas esporádicamente y los suministros son limitados. La semana pasada, un grupo repartió una taza de agua por persona y una paleta por niño.
“Hay algunos días en que no comemos”, relató el hondureño Abel García, de 37 años, mientras se sentaba con sus hijas de 11 y 7 años en los escalones de la glorieta, la semana pasada.
Intentaban reunirse con su esposa y su hijo de 3 años, quienes cruzaron la frontera en mayo y se establecieron en Atlanta.
Los vendedores en el campamento cobran al menos 70 pesos por una comida caliente, alrededor de $3.50, demasiado caro para muchos de los inmigrantes. La semana pasada, una hondureña embarazada de cinco meses estuvo sin comer durante tres días hasta que terminó deshidratada en la clínica del campamento.
Cuesta 30 pesos ducharse en cubículos de concreto en la esquina junto a una taquería, 10 pesos usar el baño de la taquería o comprar una botella de agua, 5 pesos cargar un celular.
El precio de una comida indignó al vecino de Pineda, el migrante guatemalteco José Torres, más que al resto.
“Te cobran 100 pesos por un huevo”, dijo, unos 5 dólares.
Torres, al igual que otros, terminó en el campamento después de intentar, sin éxito, cruzar no solo la frontera, sino también ranchos remotos de Texas para eludir los puntos de control de la Patrulla Fronteriza. Es una apuesta mortal, ya que las temperaturas de la tarde todavía suben diariamente por encima de los 100 grados en el sur de Texas.
Torres, de 43 años, quien es cocinero, dijo que vio a un compañero inmigrante morir de deshidratación en un rancho cerca de Roma, Texas, el mes pasado.
“Murió en mis brazos”, dijo Torres, y luego el contrabandista “me dio por muerto”.
Torres y la media docena de inmigrantes de su grupo fueron rescatados por agentes de la Patrulla Fronteriza, quienes luego los expulsaron a Reynosa, relató.
Había cruzado la frontera después de ser secuestrado en una tienda local donde había ido a comprar comida y estuvo retenido con decenas de personas durante un mes hasta que pagó un rescate de 4.000 dólares.
Torres, quien tiene una hija adulta y dos nietas en Guatemala, todavía se aventura fuera del campamento para trabajar en labores ocasionales. Teme que los secuestradores del cártel, la policía mexicana y los taxistas permanezcan en los límites del campamento, porque otros inmigrantes que han llamado a taxis en el campamento fueron secuestrados más tarde.
“El mundo entero aquí es una zona roja de corrupción. No hay escapatoria”, expresó Torres, “si me vuelven a secuestrar, me van a matar porque no tengo nada que darles”.
Por la noche, Torres extiende un trozo de cartón en uno de los callejones de tierra del campamento, ya que no quiere ocupar una carpa que alberga a mujeres y niños.
Durante el día comparte una silla plegable con otros inmigrantes. Observa a los residentes de Reynosa llegar para ofrecerse como voluntarios y entregar sus donaciones. La semana pasada, un sacerdote oró con decenas de inmigrantes, arrodillado en los polvorientos pasillos de ladrillo del parque.
Otros vienen a burlarse de los inmigrantes, dijo Torres. Las redes sociales locales están llenas de críticas.
“Siempre hay racismo, siempre, ‘¿Por qué estás aquí? Vuelve a tu país, no eres bienvenido en México’”, expuso Torres.
Como la mayoría de los demás inmigrantes en el campamento, Torres no tiene acceso a mascarillas, pruebas de COVID-19 ni vacunas.
Creyó erróneamente que el campamento había escapado de alguna manera al virus porque él y sus vecinos inmediatos no tenían síntomas.
Las organizaciones sin fines de lucro con sede en EE.UU han recaudado dinero para hacer pruebas a los inmigrantes en el campamento y han confirmado docenas de casos de COVID-19 desde que comenzaron los exámenes, pero las pruebas son esporádicas y no cuentan con fondos federales. Alrededor de 200 inmigrantes reciben tratamiento diario en la clínica del campamento.
La hondureña Gloria Guardado Díaz, de 25 años, dijo que donde dormía, sobre mantas esparcidas por el piso de concreto de la glorieta con su hijo David de 7 años, nadie parecía tener COVID-19, excepto él.
“Tose toda la noche, no puede dormir, no puede respirar”, relató, mientras se sentaban en medio de docenas de otras familias, la semana pasada.
Por las noches, el sonido de la tos de los inmigrantes llena el campamento.
Los vendedores desaparecen, reemplazados a medida que cae la noche por inmigrantes masculinos que vigilan el perímetro. Desarmados, los vigías patrullan las aceras agrietadas.
Pasan por bancos de parques vacíos, paradas de autobús, anuncios de parques acuáticos que dicen ‘¡Disfruta Reynosa!’ y una señal que apunta hacia el puente fronterizo que esperan cruzar algún día.
Para leer esta nota en inglés haga clic aquí
Suscríbase al Kiosco Digital
Encuentre noticias sobre su comunidad, entretenimiento, eventos locales y todo lo que desea saber del mundo del deporte y de sus equipos preferidos.
Ocasionalmente, puede recibir contenido promocional del Los Angeles Times en Español.