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En este Día de los Caídos, miramos hacia una guerra ocurrida un siglo atrás

Hay una agudeza extra, una frescura, en las conmemoraciones del Día de los Caídos que ocurren poco después del final de una guerra importante. Hace un siglo, esta fecha cayó seis meses después del final de la ‘Gran Guerra’, que, con el tiempo y después de otro gran conflicto, se conoció como la Primera Guerra Mundial. Es todo un mundo cuando se puede contar las conflagraciones globales. Y la Primera Guerra Mundial había sido un asunto extremadamente brutal, que cobró la vida de casi 117.000 soldados estadounidenses, más de la mitad de ellos por enfermedad, y de aproximadamente 8.5 millones de soldados de todo el mundo.

En ese momento, era el enfrentamiento más grande y mortal que el mundo había soportado, excepto por la Rebelión Taiping, de 1850-1864, en China. La lucha devastó a Europa. Se derrumbaron cuatro monarquías, comenzó a erosionar la altura del Imperio Británico como potencia mundial importante, dejó a la mayor parte del continente endeudado, ayudó a impulsar el ascenso de los bolcheviques y la Unión Soviética, y preparó el terreno para el fascismo en Italia y Alemania. Lo cual, por supuesto, condujo a una segunda gran guerra.

La Primera Guerra Mundial también dejó a Estados Unidos dividido sobre cuál debía ser el papel apropiado de la nación en el escenario mundial. La guerra hispano-estadounidense (también conocida como ‘guerra de Cuba’) 20 años antes fue, en cierto sentido, el partido inicial del país como potencia internacional, y la guerra filipino-estadounidense, que le siguió, fueuna precursora de las luchas por venir: los insurgentes que intentaban expulsar a las tropas estadounidenses, a las cuales veían como ocupantes.

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Pero cuando Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial, tres años después del comienzo del conflicto, y cambió el rumbo a favor de los aliados, su estatus global como primera potencia fue innegable, incluso cuando el pueblo estadounidense había abrazado el aislacionismo en los años de posguerra, hasta que la nación fue arrastrada, de nuevo, a una contienda mundial.

Las heridas de guerra todavía estaban frescas en el Día de los Caídosen 1919, al igual que las pasiones que la confrontación engendró. El consejo editorial de Los Angeles Times marcó la sombría conmemoración en tonos reverentes hacia los muertos, pero también nacionalistas en cuanto al poder estadounidense, y, para decirlo con delicadeza, ajenos a ciertos elementos de la historia de este país.

“Nunca un soldado estadounidense ha caído en una guerra de conquista”, escribió el consejo editorial. “Todos ellos han luchado para eliminar la amenaza de la opresión de la tierra, accionados por el ideal de que su sacrificio aceleraría el día en que la guerra y el despotismo ya no serían posibles. La espada estadounidense nunca se ha desenvainado excepto en defensa de los derechos humanos; nunca ha apoyado a un trono tambaleante, ni oprimido a un vecino”.

Ojalá eso fuera cierto. EE.UU utiliza a sus militares para “pacificar” tribus nativas como los europeos principalmente blancos y sus descendientes expandieron su dominio hacia la costa atlántica. La guerra de EE.UU-México, entre 1846 y 1848, se puso en marcha después de escaramuzas militares sobre los intereses en competencia en Texas, y terminó con la toma de control de Estados Unidos de 525.000 millas cuadradas de tierra (la mitad del territorio de México, antes de la guerra), cubierto ahora por la totalidad o partes de California, Arizona, Colorado, Nevada, Nuevo México, Utah y Wyoming. Esa apropiación de tierras había sido todo el tiempo la intención del presidente Polk, parte de su apoyo a la doctrina del ‘Destino manifiesto’ -la noción de que EE.UU fue bendecido por Dios para gobernar las Américas de mar a mar-. El término fue acuñado, irónicamente, por un periodista.

Las confrontaciones militares han sido una constante en nuestra historia, tanto en guerras de necesidad como también de oportunidad. En todo momento, la nación ha confiado en el espíritu de los soldados -incluso en guerras impopulares y circunstancias extremas- para hacer el trabajo sucio, y ellos han perecido por cientos de miles, no sólo en los campos de batalla sino también por enfermedades y accidentes (de las más de 620.000 muertes en la Guerra Civil, dos tercios fueron por enfermedad).

Sorprendentemente, nuestras muertes de guerra palidecen en comparación con las de otras naciones. En la Primera Guerra Mundial, Rusia contabilizó 1.7 millones de soldados fallecidos, de los 12 millones de tropas movilizadas. Tuvo 7.5 millones de heridos adicionales, desaparecidos en acción o tomados prisioneros (Rusia abandonó el conflicto en 1918 y sufrió una guerra civil que mató a 1.5 millones de soldados adicionales). Francia perdió 1.4 millones de combatientes en la Primera Guerra Mundial, y Gran Bretaña unos 900.000. Entonces, si hay algún consuelo que se pueda tener por la pérdida de vidas estadounidenses en el campo de batalla, es que otras naciones han perdido más.

Sin embargo, los soldados aún luchan -y como voluntarios, de hecho, en el actual sistema militar de Estados Unidos-. Cualquiera que sea la posición propia sobre el continuo de la guerra pacifista, la voluntad de muchos de arriesgar tanto por, en muchos casos, los principios de libertad y defensa nacional, es admirable. De alguna manera, un día feriado no parece ser reconocimiento suficiente.

Las estadísticas, por supuesto, ocultan los detalles. Al buscar esta editorial de un siglo de antigüedad, encontré un artículo sobre el sargento Fred A. Patterson, quien llegó a Europa al final de la guerra, fue asignado para el servicio de transporte y nunca, para su decepción, vio algo deacción. Así que, al final del conflicto, se ofreció como voluntario para la internacional Fuerza Expedicionaria del Norte de Rusia -la Misión del Oso Polar-, en la que Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países intentaron reforzar al Ejército Blanco contra el Ejército Rojo de los bolcheviques. Al hacerlo, se convirtió en el primer angelino en morir en la Revolución Rusa, como se señala en el artículo. No está claro si él también fue el último angelino en morir allí.

Aquí está el editorial del Día de los Caídos, de mayo de 1919. Cuando lea el final, recuerde que Adolf Hitler tomaría el poder en Alemania apenas 14 años después:

Lo que este día exige

El Día de los Caídos asume un nuevo significado este año, mientras los pensamientos de la nación se desvían de la agitación del presente para rendir un homenaje silencioso a los muertos consagrados, que dieron su vida para que el Espíritu de la Libertad pudiera vivir. Es por más que un país, que muchos de ellos lucharon; miles de personas duermen en tierras extranjeras, donde las cohortes de la libertad pasaron en medio de tronos caídos y dinastías desmoronadas; muchos encontraron sus lugares de descanso final en las profundidades encantadas de los siete mares. La libertad no conoce ningún país; es la herencia de la raza; enemiga tanto de la anarquía como del despotismo.

Los hijos de la libertad han llevado su antorcha y su espada lejos desde que la primera de las crías cayó en Concord y Bunker Hill; pero dondequiera que hayan elevado sus altares y hayan alimentado con su sangre la llama consagrada, las luces seguirán encendidas. Hubo un tiempo en que esa antorcha encendió sólo un desierto que se extendía desde las MontañasGreen hasta los Everglades de Florida; pero los robustos pioneros de la libertad han extendido ese dominio hasta que los estandartes de nuestra república se convirtieron en los emblemas de los esclavos de todas las tierras, la Némesis de todos los tiranos.

Las guirnaldas de flores, las más bellas y exóticas que brinda la primavera, se entrelazan hoy en día sobre los lugares de descanso de aquellos que han hecho posible el triunfo de los pueblos libres sobre la tiranía creada por el hombre. Algunas de estas tumbas son más antiguas que el propio país; sobre otras brotan las primeras flores silvestres; pero todos son camaradas, caballeros errantes en la causa de la humanidad.

Cuando entregaron sus cuerpos a la tierra, sus espíritus se convirtieron en parte de la fuerza invisible pero indomable que lucha con nuestra generación y las que seguirán, por la única causa que hace que la tierra sea tolerable para los seres humanos. Afortunadamente, somos los que vivimos en un país cuyos soldados nunca marcharon con un rifle humeante y una espada desenvainada por ninguna causa que no sea la de la libertad, cuyas tradiciones e ideales nunca han cambiado. Todos ellos -ya sea en Yorktown, en Lundy´s Lane, en Buena Vista, en Gettysburg, en Santiago, en Manila, en Argonne, en Flandes o en Siberia- cayeron luchando bajo la misma bandera, por una causa común. Nos han encargado continuar la lucha hasta que el derecho de cada pueblo a gobernarse sea tan común como el aire y la luz del sol, hasta que las palabras justicia y libertad tengan un significado en cada lengua.

Nunca ha caído un soldado estadounidense en una guerra de conquista. Todos han luchado para eliminar la amenaza de opresión de la tierra, impulsados por el ideal de que su sacrificio aceleraría el día en que la guerra y el despotismo ya no fuesen posibles. La espada estadounidense nunca ha sido desenvainada, excepto en defensa de los derechos humanos; nunca ha apoyado un trono tambaleante, nunca ha oprimido a un vecino.

Y nunca un soldado estadounidense ha luchado en vano; nuestra espada nunca ha sido envainada hasta que nuestros objetivos fueron ganados; nunca se hacen necesarias dos contiendas para lograr un sólo objetivo. Ese glorioso registro no debe ser mancillado en esta hora, en que es posible el triunfo supremo de la libertad y la justicia. Si el pueblo estadounidense aceptara ser parte de una paz que no sea duradera; si el último de nuestros ejércitos se disolviera antes de que se formara una Liga de Naciones Libres para garantizar una paz de justicia para todos los pueblos; si hiciéramos una pausa o retrocediéramos ahora, ello sería traicionar a quienes han pasado por el valle de las sombras para que su generación y las que aún no han nacido puedan caminar a la luz del sol.

El Día de los Caídos amanece sobre ojos aún rojos del llanto, sobre corazones que sangran por las heridas, sobre mujeres viudas, hombres mutilados y niños huérfanos. En ningún otro mes de nuestra historia la guerra ha recogido una cosecha tan rica. Por estos sacrificios en el altar de la libertad hay una única recompensa: una paz duradera, basada en la justicia igualitaria para todos, con reparaciones y con las garantías adecuadas de que nuestros últimos enemigos no están en posición de atacar de nuevo; y, finalmente, y la más importante de todas, una Liga de Naciones que preservará a nuestros hijos y nietos de los horrores de la guerra y el saqueo.

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