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OPINIÓN: El diluvio de la deportación…

Un grupo de personas recién deportadas, recogen sus pertenencias antes de ser conducidos a través de un puente internacional hacia México desde Hidalgo, Texas.
(John Moore/Getty Images)

El gobierno de México promete una repatriación “segura”, “digna” y “humana” para sus conacionales que han sido deportados de Estados Unidos, pero difícilmente se le puede caracterizar de tal manera a un proceso que es fundamentalmente violento, criminalizante e inhumano.

Mi amigo Osiel por ejemplo -quien vivió y trabajó por más de diez años en los estados de California e Illinois- y estuvo preso por conducir bajo la influencia del alcohol y posteriormente fue deportado, describe su retorno como una verdadera odisea.

Primero, en el vuelo de los deportados, todos los reos viajaban esposados. Cuando algunos de ellos volteaba la cabeza para platicar con su compañero de a lado, los oficiales armados de inmediato los disciplinaban y les prohibían hablar. “Como si en pleno vuelo fuéramos a planear nuestro escape”, dice Osiel, parecía que se trataba de una escena de aquél afamado corrido del “El avión de la muerte”.

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Al aterrizar en la frontera, los pasajeros deportados, aún uniformados y encadenados, son sometidos a una minuciosa inspección e interrogatorio. Al ser cuestionado si portaba algo en su persona, Osiel bromeó con los oficiales federales diciendo desafiante, “¡sí, una pistola!”, esto activó todos los protocolos de humillación e intimidación de los agentes de inmigración. “¿Pero qué me iban hacer?” cuestiona Osiel con una sonrisa, “si ya les había pagado su tiempo” -refiriéndose a sus años tras las rejas-.

Antes de que los “echaran” para el otro lado de la frontera, a los retornados se les permite quitarse el uniforme de presos y que se vistan y calcen con lo que encuentren, sin importar que sea de su medida o no. “Ahí agarras lo que puedas y si te queda o no te queda ese es tu problema”, describe Osiel.

Los oficiales estadounidenses no se esperaron a “echar” a los deportados hasta otro día por la mañana, sino que los soltaron en Nuevo Laredo justo antes de oscurecer, y con la visible marca de la deportación en sus rostros, indumentaria y apariencia.

Aquí, por primera vez, Osiel admite haber sentido miedo. Nunca había estado en esta frontera y había escuchado muchas historias de violencia.

Una organización local para migrantes les aconsejó a los recién deportados que tomaran el último camión para sus pueblos o que pasaran la noche en algún albergue porque era peligroso permanecer en la calle.

Sintiéndose desesperado, Osiel se apresuró a la central y tomó el último camión para irse a su estado natal en el norte-centro de México.

En su camino presenció lo que describe como una escena espectral. Recuerda haber visto casas desoladas y cubiertas de impactos de bala. Aquí cabe recordar a nuestro gran poeta Ramón López Velarde en “El Retorno Maléfico” donde se encuentra con un “edén subvertido que se calla/en la mutilación de la metralla…”

A Osiel lo conocí en la oficina de atención al migrante en la presidencia municipal de nuestro pueblo. Yo estaba entrevistando al encargado de esa oficina, cuando observé al joven intentar tramitar un apoyo para deportados, cuyos fondos se están agotando bajo la “austeridad republicana” de la actual administración.

Lo regresaron por más documentos, y Osiel salió visiblemente frustrado contra la burocracia. Cuando se llegó el día de recibir el apoyo, el cual debe ser utilizado para abrir algún pequeño negocio o comercio, ofrecí llevar a Osiel y a varios otros deportados a la capital de nuestro estado, a aquella “bizarra capital” que López Velarde resume como un “cielo cruel y una tierra colorada”. Ahí, nos encontramos con cientos de paisanos en la misma condición, con la visible huella de haber vivido en EE.UU y ahora con la indeleble marca del retorno forzado.

Osiel utilizó el apoyo para deportados en abrir una taquería que ofreciera burritos “como los de allá de Estados Unidos”, es decir, gigantescos y cubiertos de queso, ya que en nuestro pueblo los burritos son unas verdaderas “pequeñeces históricas” parafraseando a López Velarde. Nuestros burritos son tan pequeños que no había fabricante de tortilla de harina que produjera una del tamaño que Osiel necesitaba para sus creaciones, teniendo que utilizar dos tortillas por cada burro que preparaba.

Al principio, el negocio era bueno, aunque admite que los clientes se admiraban al ver el tamaño de sus burritos.

Con el tiempo, a Osiel se le dificultó contratar empleados para cumplir con la demanda y se vio en la necesidad de cerrar el negocio. A los meses, decidió probar suerte de nuevo, abriendo una taquería en otra colonia por su propia cuenta, pero sucedió lo mismo. El negocio era rentable, pero no encontraba quien le ayudara y se desesperó, cerrando de nueva cuenta el negocio.

En un pueblo migrante como el nuestro, cuya economía local depende de las remesas de EE.UU, “nadie quiere trabjar” explica Osiel.

Ahora, Osiel está probando suerte instalando pisos, otro de los empleos que tuvo en su tiempo en Los Ángeles, donde instaló “azulejo para gabachos ricos en Beverly Hills” recuerda.

Osiel dejó a su familia en Illinois al ser deportado a México. Dos pequeños hijos ciudadanos americanos por nacimiento. Esto es lo que más atormenta en el diluvio de la deportación.

Otro amigo deportado admite que la separación y ausencia de sus hijos lo sumerge en la depresión y el alcoholismo.

María Mendoza-Sánchez, una enfermera oncológica de Oakland, California, que fue deportada en 2017, dejando atrás a sus cuatro hijos, observa el paisaje mientras ella y algunos miembros de su familia conducen desde su pequeño pueblo de Santa Mónica, hasta los límites exteriores de la Ciudad de México.
(Leah Millis/AP)

En el caso de Osiel, le comento que en ocasiones tengo viajes a Chicago relacionados a mi trabajo—sintiendo el peso del privilegio de la ciudadanía y la falta de movilidad que a estos deportados se les ha obligado—y que con gusto puedo llevarles algún regalito a sus hijos.

En tono de broma, le pongo como condición que sea cuando pase la nieve, porque como todo “angelino mexicano”, no me gusta el frío.

Y entonces recuerdo aquel verso de López Velarde que Octavio Paz consagrara como uno de los más hermosos y enigmáticos escritos en la primera parte del siglo XX en español, donde dice nuestro poético paisano que su “papal instinto se conmueve”:

“con la ignorancia de la nieve

y la sabiduría del jacinto”.

*Adrián Félix es profesor de estudios étnicos en la Universidad de California en Riverside y es el autor del libro Specters of Belonging: The Political Life Cycle of Mexican Migrants.

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