Columna: Nos estamos convirtiendo en dos países: con y sin mascarilla
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WASHINGTON — El coronavirus comenzó a atravesar las ciudades de Estados Unidos, en marzo pasado, se nos advirtió que debíamos prepararnos para una terrible ola de muertes. A la vez, nos aseguraron que si usábamos cubrebocas, nos lavábamos las manos y cumplíamos con el distanciamiento social, la curva de la enfermedad se aplanaría para luego declinar.
Eso no es lo que está ocurriendo. La curva se aplanó, de acuerdo, pero la disminución se ha ralentizado.
En al menos media docena de estados (Arizona, Florida, Texas, Arkansas y Carolina del Norte y del Sur), el número de casos está aumentando abruptamente. También se encuentra presente en casi otros 20 estados, incluido California. Más de 20.000 personas fallecen al mes por COVID-19.
Para octubre, de acuerdo con un modelo de pronóstico que utilizó alguna vez la Casa Blanca, el total de decesos en EE.UU podría superar los 200.000, un fuerte aumento con respecto a su proyección anterior.
“La primera ola aún no ha terminado”, afirmó Ashish Jha, director del Instituto de Salud Global de Harvard. “Aplanamos la curva y luego perdimos interés... Es comprensible que la gente quiera terminar con el tema. Pero el virus no ha terminado con nosotros”.
A este ritmo, una segunda ola de infecciones -la que se pronosticó durante mucho tiempo para la temporada gripal, este próximo otoño (boreal)-, podría llegar antes de que termine la primera ola.
Varias cosas salieron mal. Pero el problema principal es este: como nación, estamos reprobando una prueba de autocontrol. En lugar de que los estados vuelvan a iniciar actividades lenta y cuidadosamente, de acuerdo con las pautas de salud pública, muchos lo hacen independientemente del riesgo que ello implica para la salud de la gente.
En abril, los funcionarios de la Casa Blanca establecieron cuatro condiciones que un estado debe cumplir antes de aminorar las pautas de distanciamiento social: un número decreciente de infecciones, una tasa decreciente de pruebas positivas, un sistema de exámenes robusto para los trabajadores de la salud y suficiente capacidad hospitalaria para manejar un aumento de casos.
Arizona no cumplió ninguno de esos estándares, pero está reiniciando sus actividades de igual manera, lo cual incluye permitir el funcionamiento de clubes nocturnos en interiores. En la primera mitad del mes, sus casos de COVID-19 se dispararon al 102%.
Según una teoría, el caluroso verano en Arizona provocará más infecciones, no menos, porque el abrasador calor del desierto empuja a las personas al interior. Quizá reabrir casinos en Las Vegas no fue una gran idea, después de todo.
¿Las empresas y sus empleados merecen volver a trabajar? Por supuesto que sí. ¿Pero los bares y discotecas llenos de gente, lugares privilegiados para la propagación del virus, son realmente una parte esencial de la economía de Arizona?
Historias similares han llegado desde Florida, que registró el mayor recuento de casos nuevos en un día este martes, además de 55 muertes, la mayor cantidad para cualquier estado en un día.
En Texas, que también informó un nuevo récord de casos, el gobernador Greg Abbott, que había defendido la rápida reapertura del estado, regañó a los jóvenes por no usar mascarillas y les rogó a los ciudadanos que “se quedaran en casa”.
El problema no se limita a la zona conocida como el Cinturón del Sol. La semana pasada, los gobernadores de Oregón y Utah hicieron una pausa en las reaperturas de sus estados, y Andrew Cuomo, de Nueva York, advirtió que podría hacer lo mismo.
Pero hay un problema político adicional en muchos estados del sur, porque sus gobernadores insistieron en que podían reiniciar actividades de manera segura y apostaron su reputación al resultado.
“Estamos empezando a ver dos países diferentes”, dijo Jha, aludiendo a los estados que reabrieron lenta y cuidadosamente, y a otros que volvieron a abrir rápidamente y sin prestar atención.
El problema no son los jóvenes que escucharon “reapertura” y se amontonaron sin mascarillas en restaurantes y bares después de meses de estar encerrados en sus casas. El problema son los líderes, desde la Casa Blanca hasta los capitolios estatales, que les dijeron que estaba bien hacerlo.
Si se escucha al presidente Trump, la pandemia ya terminó, y él la dio por finalizada justo a tiempo para las elecciones de noviembre. “Pudimos cerrar nuestro país, salvar millones de vidas, y reabrir”, manifestó el mandatario la semana pasada. “Y ahora la trayectoria es genial”.
Como muestra de su confianza, el presidente programó su primer acto de campaña en tres meses para este sábado, en un estadio de hockey cubierto, con capacidad para 19.000 personas. El sitio está en Tulsa, Oklahoma, otro estado que no ha cumplido con los criterios de reapertura de la Casa Blanca.
A través de su propio comportamiento -negarse a usar cubrebocas, no mantenerse a seis pies de otras personas y promover un mitin bajo techo para sus seguidores (que tuvieron que firmar exenciones diciendo que no demandarían a la campaña de Trump si se contagiaran de COVID-19)- el presidente deja en claro que no le importa que alguien siga las pautas de salud pública. Así que es difícil culpar a cualquiera, joven o viejo, por seguir ese ejemplo.
“El gobierno ha enviado un mensaje complicado”, reflexionó Keith Humphreys, profesor de psiquiatría en Stanford. “Les pedimos a las personas que vuelvan a sus actividades como si la pandemia hubiera terminado, mientras les decimos que aún deben tener cuidado. Eso no funciona; la gente quiere escuchar un mensaje claro. Es natural que muchos se queden con el simple mensaje de que esto ya pasó y que la vida puede volver a la normalidad”.
“Si el presidente hubiera usado constantemente una mascarilla, habría hecho la diferencia”, agregó. “Si hubiera observado el distanciamiento social en el podio, también habría hecho una diferencia. Esa fue una gran oportunidad perdida”.
La ironía es que la mayoría del público estaba dispuesto a sufrir más dificultades para poner fin a la pandemia, y todavía lo está. Una encuesta de Axios-Ipsos esta semana encontró que el 60% de los estadounidenses está dispuesto a seguir con el distanciamiento social por otro año o más, si fuese necesario. El 77% afirma que usa un cubrebocas al menos parte del tiempo cuando sale de su hogar. Los infractores son una minoría.
Pero el presidente y demasiados gobernadores no están aprovechando el sentido común de sus ciudadanos.
Será una tragedia si Estados Unidos, que ya ocupa el primer puesto en el mundo en muertes por COVID-19, termina el año sin haber dominado el virus, pero hacia allá vamos. No sólo es una tragedia, es una vergüenza nacional.
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